lunes, 29 de julio de 2013

El cielo bajo el que habito.


A veces se cubre de crepúsculos inmensos, como interminables parecen los días. 

Poco a poco se tiñe mi cielo del color del fuego, como preludio de noches de inmensa oscuridad que no parecen querer ceder nunca. De oscuro por dentro y por fuera, como el vaso medio vacío, pero que en realidad está por completo desprovisto de contenido.

A veces da lugar a noches de mágicas ilusiones, como avance de lo que serán los días venideros. Esperanza urdida entre matices del color de la pasión, que avivan los recuerdos y los anhelos. Que predisponen para abandonar la añoranza entre sus propios lamentos.Y dejarse llevar por la ensoñación, que cuando se convierte en realidad deja muy atrás a los supuestos.

Cuando no quieres que te abandone el día, no quieres que prosiga su inevitable desenlace, ni caer en brazos de la noche, una vez más huérfana de consuelo. De momentáneos instantes y de fugaces momentos en los que abrazas el cielo y caes por una pendiente sin control, sin frenos.

Cuando sólo esperas que pase pronto, como un negro trámite hacia otros días, otros momentos mejores, miras como lentamente gana la guerra contra la luz y se adueña del cielo. Confías en que sea mero tránsito hacia lo venidero. Te fascinan sus matices y te enamoras de cada pincelada. De esa paleta de pintor a la que llamamos vida.

En el cielo bajo el que habito pasan cosas, pasa el día a día. Con sus momentos de gloria y de infierno. Nace y muere gente. Hay encuentros y distanciamientos. A silencios, hay gritos. Hay risas y desconsuelos. Hay manos que se tienden para ayudar y hay salvavidas que se alejan dejándote el alma huérfano.

Hay millones de ocasos, uno para cada uno que es capaz de verlo. Y de sentirlos. Y de almacenarlos para el recuerdo. Para el que los atesora entre sus brazos y ya no se desprende de ellos.

A veces puedo pararme unos minutos, destellos fugaces del tiempo, a vivir sin preocuparme. A dedicarme a mi misma tiempo. A contemplar y a fijar para siempre en mi alacena de suspiros esos anaranjados regalos de luz. 

Si los vivo en soledad, se precipitan en cascada interior infinitas lágrimas agrias, sin humedad, jamás visibles para el resto. De resentido aislamiento. Si no puedo compartirlos, al menos, si puedo mostrarlos y perpetuarlos en el tiempo.

De revivirlos. De lamentarlos en silencio. De pensar que pueden significar que afortunadamente ha habido un día más y que lamentablemente, a la vez ya queda un día menos.

Que he vivido o que he desaprovechado el tiempo. A partes iguales. Que puedo tener la luz o la oscuridad. Que yo también puedo elegir lo que quiero. Que por fin se que es lo que realmente quiero.



viernes, 26 de julio de 2013

"Oye, mamá..."

Mi querido hijo, que no ha cumplido aún los cuatro años ha decidido conocer tooodo sobre el mundo que le rodea a base de preguntas indiscretas delante del público más variopinto.

Escenario del sainete: tienda de bricolaje y decoración con logotipo de color verde.

Mientras su progenitor perseguía por el pasillo de tornillería a su hermana, que corría con cara de satisfacción al saber que su padre se estaba deslomando a carreras detrás de ella, mi tierno infante se empeñaba en robar (léase sustraer sin ningún disimulo) la cinta métrica al amable y paciente dependiente que me estaba explicando las diferencias y bondades de distintos tipos de plaquetas decorativas (objetivo: tapar con ellas las grietas de asentamiento de dos paredes de mi casa, que ni con pintura se disimulan).




Mientras convertíamos en metros cuadrados las dimensiones de las susodichas (paredes), mi tierno infante, a grito "pelao" me interpela:

- "Mamáaaaaa ¿porqué te casaste con papáaaaaa?

Eso mismo me pregunto yo, pienso mientras no me puedo creer lo que acaban de oír mis orejas y media tienda.

Una pareja relativamente joven, que está mirando muebles de cocina, se vuelve y me mira expectante.

Oteo al mi alrededor y observo que el padre de la criatura está lo suficientemente lejos para no oír mi respuesta (me consta que no tiene super poderes, así que en ese sentido puedo estar tranquila) y por mi mente cruzan varias alternativas de respuesta:

a) me abducieron los extraterrestres y cuando me devolvieron a la Tierra no sabía lo que hacía. Fue el primer humano que se cruzó en mi camino y le arrastré al juzgado.
b) pensé que era un principe azul (mi color favorito), se me obnubiló el entendimiento y le arrastré al juzgado (de paz).
c) Quería llevar la contraria a mi padre que siempre me decía que no me veía lo suficientemente "seria" para casarme. Y... si, le arrastré al juzgado (y se dejó arrastrar).
d) las tres opciones anteriores son verdaderas a la vez.
e) ninguna es cierta.

Cri-cri-cri. (silencio en escena).

El amable dependiente ha soltado la calculadora y me mira esperando a ver qué narices respondo. Mi mirada asesina no intimida a mi hijo que sigue esperando una respuesta.

- "¿porqué mamá? ¿porqué? ¿porqué? ¿porqué?
- "porqué quería hacerlo".

Parece que vamos a dejar zanjado el tema, pero no. ¡Ilusa de mi!, el tierno infante vuelve a la carga.

- "Mamáaaaa ¿papá estaba enamorado de ti cuando os casasteis? (recuerdo que el infante aún no ha cumplido cuatro años y estamos en una tienda de bricolaje y decoración de logotipo color verde).
- "Pues eso espero". Y miro de reojo a la pareja que estaba  mirando muebles de cocina y que disimuladamente se ha acercado a nosotros (espero que para mirar azulejos y no sólo para cotillear).

Cri-cri-cri. A ver si con mi silencio damos por zanjado el tema. ¡Pues no! ¿he dicho antes que soy una ilusa en ese sentido?
Veo a lo lejos que su progenitor está persiguiendo a la gamberra de mi hija que ahora corretea en la sección de pinturas. Sus risas se oyen a distancia (su padre no se ríe tanto, precisamente). Más bien está un poquito harto y me mira de vez en cuando con cara suplicante para que abrevie mis consultas y salgamos cuanto antes al mundo exterior.

- "Pues el amor es una tontería y yo no me voy a enamorar nunca" (dicho por un ser que no sabe decantarse si por el yogurt de fresa o por el de limón, pero que parece ser que para temas más vitales ya tiene tomadas sus decisiones).
- "Pues muy bien hijo, tu mismo".

El dependiente levanta la ceja. Carraspea y vuelve a calcular metros cuadrados para el presupuesto.

El tierno infante se va a perseguir a su hermana y a cachondearse un rato de su padre. Yo recojo el presupuesto y todos nos dirijimos al ascensor para bajar al parking.

Fin del primer acto.

---------------- .. -------------------

Acto segundo. Se levanta el telón. Esperando con el tierno infante en una cola kilométrica para pagar el avituallamiento semanal de la familia en un gran hipermercado (de capital galo).

Con el carro hasta arriba. Prisa (para variar) y ganas de pasar por el wc lo antes posible.

- "Mamáaaaa ¿porqué las chicas tenéis pechos?????????????? (a gritos).
Se vuelven a mirar hasta los sordos y el de seguridad que está al otro lado del hiper.

Cri-cri-cri. Le ignoro.

- "¿porqué mamá? ¿porqué? ¿porqué? ¿porqué? ¿porqué? ¿porqué? ¿porqué? ¿porqué mamáaaaaaa? (a gritos nuevamente).
 "Eso se lo preguntas a tu padre (que se pavonea de saberlo casi todo) cuando lleguemos a casa".

Fin del segundo acto (o no).

¿es raro que no tenga muchas ganas de salir con mis hijos de casa?

jueves, 25 de julio de 2013

El alquimista que habita entre los fogones de la vida.

Cuenta la leyenda que...

Había una vez un hombre que se sentía triste porque pensaba que había perdido la oportunidad de ser feliz en la vida. Pensaba, sin ningún fundamento, que ya estaba a la mitad del tiempo, de lo que el universo de la casualidad, le había adjudicado.


Su vida había transcurrido entre la normalidad y el tedio a partes iguales. Había elegido el camino a seguir, tomando decisiones, como todos, esto es, sin la certeza de ser las más adecuadas. Pero una parte de su ser se sentía incompleta. Y trataba de acallar las voces de su conciencia con largos paseos en solitario, sin conseguirlo. Para encontrar las claves de su día a día, sin hallar las respuestas a sus preguntas.

Y entonces la vida le regaló la oportunidad de cocinar a fuego lento el mejor plato que se pudiera saborear. Le fue añadiendo los ingredientes con paciencia, con mucho amor y con mucha entrega personal. Al principio el temor a los errores del pasado no le permitía disfrutar del todo de la magia de la alquimia, esa que trasmuta lo simple en lo más maravilloso. Pero luego, poco a poco, se dejó llevar por el entusiasmo y fue poniendo en cada nuevo plato toda su buena voluntad para hacer de cada comida un verdadero manjar, único e irrepetible.

Ahora si, se atrevía a poner la carne en el asador. Toda la carne. Mezclando los ingredientes en su justa medida, o sea, al 50%.

Hay veces que tuvo que improvisar, tomar decisiones rápidas, sin saber si serían o no las acertadas. A veces se quemó con aceite y las quemaduras escocían mucho. A veces se quedó corto de sal. A veces los platos tenían un sabor muy extraño, como a tristeza y nostalgia.

Pero aprendió poco a poco que se pueden hacer verdaderas delicatessen con las materias primas más sencillas, que con confianza en uno mismo e improvisando sobre la marcha, de sus cazuelas podían salir las delicias que alimentaban su espíritu y el de los que compartían con él la mesa.

Descubrió que la vida le estaba guardando sorpresas inesperadas en la despensa. Algunos ingredientes eran amargos y al tragarlos le hacían llorar. Otros eran extremadamente dulces, hasta el extremo de darle miedo que se rompiera esa magia del sabor almibarado, al entrar en contacto con sus labios.

Descubrió que el mundo tiene otros matices. Y que era capaz de cocinar a fuego lento y a fuego fuerte, ese que quema si no tienes cuidado. Aprendió que cada día no sólo hay que comer, hay que alimentar el espíritu y poco a poco el hierro fue dando lugar al oro.

Erase una vez... El alquimista del alma entre los fogones de la vida. 
Erase una vez... el alquimista que también habita en ti.


(y como siempre, esto puede ser un cuento... o no).

martes, 16 de julio de 2013

Como loca, pero sin el "como".

Debí de pensármelo dos veces, pero a veces, demasiadas veces, me dejo llevar por los impulsos. Y la inmensa mayoría de ellas, me arrepiento hasta lo más profundo de mis entrañas.

Viernes a mediodía. Dos menores atados en sus correspondientes sillitas y amenazados advertidos para que se porten todo lo bien que sean capaces, una adolescenta (léase: hormona con patas, emparentada por lazos de sangre) y una humilde servidoras, metidas en mi nada esplendoroso utilitario, con el maletero lleno a rebosar de "por si acasos" (que luego resultaron de gran utilidad y todo ello utilizado) y con el plano del itinerario impreso directamente de San Google Bendito.

Parece el argumento de una película sesentera de Berlanga, pero no, era el escenario del drama...

Salimos dirección a un fin de semana rural (lo que antes se denominaba sencillamente pasar el fin de semana en el campo), desoyendo los sabios consejos de mi progenitor: "vais a salir con todo el calor y encima os vais a perder".

- "Que no hombre, que no, que yo se por donde hay que ir" (cierto hasta la mitad del camino, luego ya era más chulería que verdadero conocimiento). "Además, habrá carteles".

Y mi progenitora, en su línea: "quedaros a comer, mira que cara de hambre tienen los niños".
- "Mamá, si son las 12.30 de la mañana y han desayunado hace nada".
- "Pues os preparo algo pronto y salís después de comer".
- "Eso, con todo el calor y a la hora a la que va a salir todo el mundo. Que no, que comemos en el destino y con calma" (a cabezona no me gana nadie).

Besos repartidos. Puertas cerradas. Cinturones abrochados. Arrancamos.

En la segunda rotonda ya había contestado a 20 preguntas: ¿donde vamos? ¿porqué? ¿está lejos? ¿y papá? ¿cuando viene? ¿cuando llegamos? ¿y que vamos a hacer? ¿como se llama el sitio? ¿hay indios? (evidentemente, esta pregunta la hizo mi hijo, léase post anterior).

Aaaaghhh. Me van a volver una desquiciada y esto no acaba de empezar. Impongo el silencio a base de música cañera a todo trapo (para ahogar los gritos de los niños, que ya se están peleando).

La adolescenta me mira incrédula después de que le confirmo con absoluta seguridad que si se cómo se va, pero que no pierda el plano del itinerario ("quita joder jolines el plano del salpicadero, que va a salir volando por la ventanilla y nos hará falta"). ¡Qué poca fe en mi sentido de la orientación!.

Hace calorcito. La potencia de mi motor no sirve para subir bien el puerto y nos adelantan con cara de risa varios deportivos, de esos con más cilindrada que cerebro sus ocupantes. Menos mal que mi autoestima está que se sale...

Hasta la mitad del recorrido todo bien. Hasta la adolescenta tiene tiempo de atender una llamada para un proceso de selección (me sorprende lo bien que se expresa y la seguridad en sus palabras).

Pasada la parte que conozco..., ¡hay madre!, ¿cuál dices que es el siguiente pueblo?

Más o menos me oriento, damos un poco más de vuelta de lo que esperaba y sin ningún cartel indicador que me sirva de algo, decido preguntar. Paro el motor. Bajo del coche.

¡Es un taller!. 

- "Disculpe. Para ir a P...?"

Seis caras masculinas me miran incrédulos. Seis pseudo-cerebros piensan a la vez: "anda, una mini maruja perdida". A uno de ellos le debo dar pena, porque me acompaña a la puerta y me indica el camino: "todo recto por la carretera en la que estamos". ("tonta", debió de apostillar su pensamiento).

Me siento ridícula, pero doy las gracias con sonrisa angelical. Y vuelvo a mi coche.

- "Vamos bien, nena ¿ves como no estábamos perdidas?" (no, que va, pienso para mi solita. Ni p.i., pero que no se note).

Hora y media después de haber salido de casa de mis padres veo el cartel que anuncia entre un pinar estupendo, el pueblo al que vamos. Como ya es la hora de comer toca buscar un sitio donde tirar aparcar correctamente el coche (y a ser posible con pocas maniobras). 

Encuentro un sitio que parece tranquilo y semi vacío, ideal para que mis retoños no molesten al resto de la gente: una terracita muy chula bajo un par de frondosas moreras.

Primero comen ellos mientras que nosotras tomamos unos refrescos (unas "Mirindas" como diría un buen amigo) y luego nos toca el turno de intentar comer. El camarero nos mira con cara de comprensión. "Tengo dos hijos de esta edad y estas ojeras no son de salir por las noches", nos dice. Y su voz suena a: "pobrecitas, vaya par de bichos inquietos".

Después de pagar nos vamos a un parque cercano, con un riachuelo de agua de sierra al lado, hay sombrita, no hay nadie y es pronto para llegar a la casa rural. Se rebozan en la arena de los columpios. Bailamos en el escenario que hay montado en la placita. ¿quien dijo que hay que tener sentido del ridículo? (si alguien está mirando detrás de una ventana se lo tiene que estar pasando en grande con nuestras coreografías y cantando la canción de la Dra. Juguetes...).

Les damos la merienda y luego emprendemos la última parte del trayecto. A unos 3 km del pueblo está nuestro destino. Somos los primeros en llegar. Aparco en un prado.


Se acercan un par de caballos tordos a saludarnos. Les acaricio el lomo y se alejan tranquilos. En la casa reina el silencio. Perdón, quiero decir, que hasta ese momento reinaba el silencio. Mi hijo ha entrado hacha en mano (de plástico, ojo, que una es madre responsable). Y mi "casimetrodeniña" pimponea feliz por la casa.

Nos reciben y nos dan acomodo. La habitación es en realidad un pequeño apartamento, al extremo final del pasillo. Las vistas del jardín son muy bonitas. Nos duchamos y cambiamos para recibir al resto del grupo. Llegan más niños. Llegan el resto de familias. A una de ellas la conocemos y nos alegramos mutuamente de la coincidencia.

El plan es jugar y luego cenar. Y luego jugar. Y jugar. Y jugar en el jardín hasta que se hace completamente de noche y toca irse a descansar. Están rendidos, pero todavía tienen ganas de juerga.

Se duermen a mi lado. Uno a cada lado, bien pegaditos a mamá (y no hace frío precisamente). Salgo a intentar hablar por teléfono. La cobertura es muy mala. Como no suelo dormir más de 5 horas, no tengo aún sueño. Pero al final me dejo abrazar por el dulce Morfeo... (fin del primer día).

Me despierto oyendo a un burro. Al rato, lo que suena es la alarma del despertador de mi móvil. Aquí sirve para poco más. El plan del segundo día es montar en piragua (ni p.i. de como se hace, pero siempre hay una primera vez para todo en esta vida). Salimos todo el grupo en autobús después del desayuno. Otra vez 30 preguntas: ¿y donde vamos? ¿está lejos? ¿que vamos a hacer? ¿porqué? ¿hay indios?

Aaggghhh. Aggghh y más Agggh.

- ¡¡Que rica, cómo habla!!, me comentan otros padres del asiento cercano. "¡¡Y unos cojones!!, si no se calla", pienso yo. "Si, es muy habladora, como su mamá", digo sonriente.

Llegamos al embalse de destino. Desembarco del personal. Nos esperan los monitores de apoyo y me entero que en nuestro grupo hay un paraolímpico en remo...

¡Glupps!, si yo no he cogido un remo en mi vida. Mi niño y la adolescenta siguen encantados al monitor hacia la primera de las piraguas. Mi niña empieza a hacer pucheros ante la idea de ponerse el salvavidas. 

- "Sin chaleco salvavidas no hay piragua, cariño", le digo. Pero su cara de miedo y sus lágrimas me atraviesan por dentro. Hacen que me sienta herida por su fragilidad y pienso en lo mucho que yo necesito a veces sentir un abrazo cuando me siento desamparada y no lo tengo... así que la abrazo y digo tajante:

- "Nos quedamos en la orilla jugando".

Su expresión no se quita del todo hasta que no se asegura que todos están alegremente flotando sobre las aguas frías de la cabecera de la presa. 



Ya sólo quedamos el monitor que me mira con cara de pena, porque sabía que me hacía mucha ilusión remar, mi niña y yo.

- "Me quedo cuidando de ella y tu puedes irte en esa canoa", me dice. 

- "No te preocupes, no voy a dejarla sola ahora que está asustada y me necesita. Otra vez será".

Se pone su chaleco. ("Menudas espaldas. Este está machacao en el gimnasio", pienso mientras que veo como se aleja remando. Además de guapetón, es majete y muy cariñoso con los niños del grupo).

Nos quedamos jugando en la orilla. A la sombrita. Ella y yo.

Pasado un buen rato, empiezan a volver. Empapados, agotados de tanto remar. Mi hijo se ha lanzado varias veces al agua y se ha divertido de lo lindo. 

La adolescenta vuelve con el trasero empapado y harta de darle al remo. Dice que no siente los brazos .¡¡Qué exagerada!!.

Volvemos para comer. Mi niña se abraza a mi y se acurruca a mi lado. Quiere mimos. ¡¡Se parece tanto a mamá!!. Después de comer, se impone la siesta. Cuando ya duermen plácidamente, me voy a acariciar a los caballos. La tranquilidad absoluta me rodea. Huele a menta de una planta cercana. La yegua me mira con cara de leer mis pensamientos y acerca su cabeza a la mía. Se deja acariciar y yo disfruto intensamente de ese momento, con toda la suavidad del mundo, sintiendo el tacto en mis dedos de sus crines...

No se cuanto tiempo pasa. No me importa.

Vuelvo para despertarles y merendar. Toca piscina y juegos. Los monitores se reparten para ayudar a todos los niños en el agua. "Mira que están mazaos, debe ser de remar", pienso. La adolescenta verbaliza mis pensamientos.

Pasa tranquila la tarde. Nos preparamos para la barbacoa en el jardín. Mi hijo persigue un gato y cuando le atrapa, viene a mi corriendo con el en brazos y exclamando: "mamá, mamá, ya tenemos mascota, ¿lo metemos en la maleta?"

Agggh. ¿porqué tengo un hijo con esas ideas de secuestrador de animales? Mi niña no deja de ir de un lado a otro detrás de su hermano.

Después de la cena, charlamos, jugamos a encestar canastas y bailamos (bueno, sólo mis niños y yo y... algún que otro fiestero).

Toca retirada y descanso. El día ha sido muy intenso. Les vence el sueño y salgo a contemplar las estrellas. Hay muchas. Infinitas...

Última mañana. Desayunamos y a pintar camisetas al jardín. Tiro con arco (para la felicidad de mi hijo que no para de jugar). Un rato de piscina. Nos secamos al sol, tumbados en la hierba. Me gusta sentir el sol.

Pasa la mañana. Llega la hora de comer y recoger. Mis inquietos retoños no han parado ni un segundo. Se han divertido. Se han relacionado con todos sin complejos. Se han cansado (y eso que parecía imposible), pero toca volver a casa, a "la casa de diario" como dice mi niño.

Se acaba, pero como todo lo que acaba es porque ha tenido un principio y ha durado un tiempo...


lunes, 15 de julio de 2013

Los indios van descalzos.

"Los indios no se bañan, mamá. Los indios van descalzos y corren, pero por las praderas, no por el Carrefour".


Llevo varios meses odiando (metafóricamente hablando)  a practicamente todas las tribus de indios americanos.



Mi proyecto de hombre bueno, mi dubitativo libra ha pasado el último trimestre escolar trabajando y aprendiendo sobre la vida de las diferentes tribus.



Y ha aprendido mucho, demasiado para mi gusto, porque aplica sus conocimientos para lo que mejor le viene en su día a día.


Si le apetece dormir la siesta en el suelo se descuelga con un: "los indios no dormían en camas, dormían en tipis sobre pieles" y me convence que es mejor dormir sin colchón. Pero eso si, con almohada, para estar un poco más cómodo. Es bajito, no tonto.

Si hay algo de comida que no sea de su agrado, me espeta un: "los indios no comen albóndigas, comen carne de bisonte. Me voy de caza".

Y sale disparado hacia otro extremo de la casa y vuelve con el arco y las flechas. Cazamos imaginarios animales en vías de extinción y por fin consigo que se siente a la mesa para la cena.



No digo nada, si de ropa se trata. "los indios se vestían con pieles, no con camisas".


O un "quiero vivir en un tipi en nuestro patio" (que debe ser el sueño de un mico de casi 4 años si a la hora de independizarse se trata, aunque yo personalmente preferiría que si se independiza, se vaya a un apartamento).


Y para no ser menos,"micasimetrodeniña" (más conocida últimamente como "la niña de la medalla", porque le han dado una medalla en la piscina y no la suelta para nada) también, me dice: "quiero ser Pocahontas".



¡Cuanta paciencia hay que desplegar!


viernes, 12 de julio de 2013

Pies de plomo.

Siempre me ha atraído mucho la forma de caminar de la gente y por defecto, los pies de los demás. Antes era una de las pocas partes de mi cuerpo que me gustaban, porque eran (y son) pequeños. Pero he dicho "antes", hace años que no, pero eso es otra historia.


La ventaja de viajar en transporte público en lugar de conducir es que, aunque tardes más en llegar a los sitios, puedes dedicarte a observar. Y eso es lo que he hecho. Mi objeto de observación esta semana: los pies de los demás. Y ahora en verano es la época propicia para sacar mi lado vouyer.

De los chicos me atraen la forma de los pies, la forma de los dedos y el empeine..., incluso hay una teoría de como es la personalidad de las personas, según la forma de esa parte de la anatomía. Y a mi, que me tira esa malsana afición de saber como es en realidad la gente, me fijo con todo el disimulo que soy capaz en las extremidades inferiores, sobre todo de los chicos (no es necesario ser malpensado, en la playa la gente suele ir descalza...) y suele ser un entretenimiento muy divertido. Se supone que estás tumbada al sol mirando al infinito, pero la realidad es que estoy "a la caza del pie perfecto".

En las chicas me encanta observar los colores con que se pintan las uñas: rojos, azules, morados, ... Acorde o no con la ropa.


Dice mucho de la gente, observar como lucen (o esconden) sus pies, como los cuidan, los miman y los lucen con orgullo o en el extremo contrario, como los ignoran y los descuidan. Es muy triste esa falta de cuidado que denota quien tiene los talones como elefantes, agrietados, que dan sólo grima pensar que puedan rozarte. Teniendo en cuenta que es la parte que nos mantienen unidos al suelo... o al menos a los pobres mortales que no sabemos levitar (los ángeles estarían excluidos de este lote, of course).

Otra cosa muy curiosa, es la forma de mover los pies: inquietos, impacientes, arrastrándolos por la superficie, como "flotando" gracilmente... Y capítulo aparte están los tatuajes en pies y tobillos. Yo no se si me vería a los 92 años con una mariposa tatuada en el talón de Aquiles..., pero algunos son de lo más atrayentes.

Con lo sensual que puede ser un masaje en los pies, por no hablar de otras cosas...


martes, 2 de julio de 2013

Con ganas de disfrutar.

Llegaron las vacaciones escolares. Llegó el momento de romper algunas rutinas. De disfrutar de la pisci, el sol, los mosquitos, las flores y del aire libre.

De sentarse a escribir bajo la luz de las estrellas, con la compañía de dos o tres gatos del barrio, que miran extrañados las velas de citronela que me rodean.

Llego el momento de andar descalza en casa, de regar al atardecer, de los pantalones cortos.

Se acabaron de momento las sopas calentitas y la leche chocolatera para entrar en calor. Adiós a los fulares para proteger la garganta del frío. 

Llegó el momento de pedirme días libres en el trabajo para acudir a las reuniones de fin de curso y a las fiestas escolares. De jugar con globos de agua y de escuchar música y bailar...




Llegó el momento de lucir esmalte de uñas en los pies. Del gazpacho y la horchata. Del bikini y las tumbonas. De preparar limonada y helados de sandía. De podar el romero.

De lucir las rodillas con vestidos cortos, de abandonar las medias en un cajón. De beber agua a todas horas. De escuchar el sonido del agua en movimiento constante.

De salir de casa y conducir hasta el trabajo con luz solar por las mañanas. De las blusas de manga corta.

Llegó el momento de soñar con posibles viajes más allá de las puertas de casa. De atardeceres cálidos fuera de los muros del silencio.

Llegó el momento de ser cigarra y no hormiga, al menos por una vez...

Del protector solar y de no tener cara de acelga. Llegó el momento del estilo de vida mediterráneo: a todas horas en la calle.

Se acabó estar encogida por el frío, contracturada por falta de calor. Llegó el momento de la verdad frente al espejo y de no estar demasiado enfadada con la imagen que te devuelve.

Llegó el momento de la chancla piscinera. De la toalla con motivos hawaianos.

Si, parecía que no, pero ha llegado el verano al hemisferio norte. Ya había ganas, ya.