lunes, 23 de septiembre de 2013

Bolita

Mi reducido círculo de amistades es conocedor de mi afición a los bóvidos.

Después de años de insistencia, por fin he conseguido hacerme con este ejemplar en forma de tierno y abrazable peluche, imitación en tela y relleno suave, de los del tierno balido.


La amable oferente que me lo ha donado en propiedad, para uso y disfrute personal es desde ese momento la primera en la lista de mis inexistentes oraciones que se resumen en un:

 ¡¡Gracias maja!!

Mira que tenía yo ganas de traérmela para casa y a fuerza de insistir hasta aburrir he conseguido que me la regale. Así que después de a-ñ-o-s de pedir sin obtener, de esperar sin desesperarme en la espera:

¡Gracias de nuevo!

Es suave, es tierna, es inmensamente blandita.

La veo y me entran ganas de achucharla. Y huele a vainilla...
(después de eso, poco más me queda por decir, salvo que la veo y sonrío, que la abrazo y sonrío, que aspiro su aroma a vainilla y recuerdo...)

lunes, 9 de septiembre de 2013

La sal de la vida.

No apreciamos lo que tenemos hasta que dejamos de tenerlo.
(Proverbio personal).

Durante los últimos años (y mucho más en los últimos meses) había perdido pequeñas cosas en grandes batallas diarias. Renuncias sin importancia, pero enormemente importantes y necesarias para mi equilibrio personal. 

A saber: intimidad en el baño, horas de sueño, el tiempo necesario e imprescindible para una ducha tranquila, desayunar sin sobresaltos, comer sin interrupciones cada dos minutos, pintarme las uñas con calma, pasearme sin prisas y sin rumbo predeterminado, hojear las revistas "del cuore" sin que te arranquen las hojas, cocinar por el placer de crear algo rico y no como algo indispensable para sobrevivir. Y un largo etc., de lo más variopinto.

De este compendio de sin sentidos surgió la inaplazable necesidad de aislarme y estar sola, de alejarme, poniendo kilómetros de por medio, de la fuente (inagotable) de mis desvelos (literal esto último a más no poder). La solución: irme al menos unos días.

Así que tomada la decisión de viajar sola, vencidos todos los miedos y casi todos los remordimientos ya solo quedaba tener las suficientes narices (cosa que se que tengo de sobra) y arrancar el coche, con una maleta individual, preparada la noche antes y sin el verdadero convencimiento personal de ser capaz de enfrentarme a un viaje en solitario y a solas con mis pensamientos, un viaje con un único billete, de silencio y recogimiento interior, que tanto ansiaba, que tanto necesitaba.

Mi primera idea había sido refugiarme tras los muros de un convento, con regla de estricto silencio.


Quien me conoce bien, puede adivinar, sin miedo a equivocarse ni un poco, que es totalmente cierto. Al resto le puede sonar a broma, pero nada más alejado de mi realidad. Este fue mi primer pensamiento durante semanas.

Pero en un arranque de hedonismo, al más puro estilo propio, pensé que para estar encerrada y en silencio, ya puedo estar en mi casa o en el trabajo.

Partir sin lágrimas en los ojos por los motivos de la marcha, por lo que dejaba momentáneamente atrás y por lo que sabía a lo que irremediablemente me enfrentaba, no fue lo más fácil precisamente y sólo ahora lo sé.

Mas allá del miedo a perderme, mas allá del miedo a lo que pudiera encontrar y que no me gustara, estaba el miedo a valerme por mi misma, sin necesidad de apoyarme en nadie para estar bien (ahora también se que esto no es posible para mi).

Necesitaba conducir sin prisa. Ver algo que me llamara la atención, poder parar el coche en plena carretera solitaria (absolutamente cierto, en este país hay carreteras sin coches, en las que no te cruzas con ninguno durante kilómetros) y disparar mi objetivo así:


Necesitaba pasear y perderme en el silencio del horizonte.




No escuchar nada más que el sonido de mis propios pasos sobre el camino. Por fin los míos y no los de otros.


Y notar como por fin, el corazón latía sin sobresaltos, sin necesidad de sentirlo descontrolado. De dejar de soñar en las nubes, pero vivir ese silencio como si estuviera colgada de una de ellas. Recordar cosas infinitamente maravillosas, viendo como se mutaban sus formas. Sin pensar y sin parar de pensar...


Necesitaba tiempo, pero no el tiempo sin límites, ese que nos espera a todos al otro lado de la valla de lo eterno...

Pensar para constatar lo que ya sabía. Que la sal de la vida la hacen las pequeñas cosas. 

Y las grandes, como el tener valor. 

Como el tomar una decisión y ser consecuente con ella, aunque estés equivocada y los demás piensen que estás huyendo, cuando en realidad te estás replegando a tus cuarteles de invierno, para tomar fuerzas para luchar (y vencer) en la próxima batalla.


La sal de la vida es compartir, con los que quieres, con los que de verdad te importan, con los que sin su presencia, aunque sea virtual, no entiendes tu existencia, tu propia y personal forma de entender la vida, esa vida que es solo tuya y de la que haces participe sólo a quien tu has elegido que forme parte de ella.


La vida a veces te pone en la disyuntiva de elegir que parte del camino quieres o puedes seguir, que no siempre es lo mismo. Pensar en cuales serán tus próximos pasos mientras sentada en una piedra has conseguido encontrar la poca cobertura que te permite hablar con quien quieres, por teléfono.


Y afortunadamente,  a pesar de la distancia espacial, en mi viaje a "la sal de la vida", conmigo han estado, de una forma u otra los que son y significan algo para mi.

Tan cerca como la hiedra que se une a la piedra, para protegerla de su propio frío.


La vida puede ser muy dulce, dulce como la mejor de las delicias de la repostería de cualquier convento de clausura, pero necesita su puntito de sal, aunque esa sal que se te pegue un poco a la nariz, cuando vas a ver a que huele.