viernes, 7 de febrero de 2014

Sustito.

¡¡¡Ains, cómo es la vida!!!

Normalmente llevamos un ritmo de existencia frenético, vamos y venimos haciendo varias cosas de forma simultánea, sin ser conscientes de que un buen día, la vida te da un aviso y todo cambia en cuestión de segundos o con un poco de suerte, de horas.

Con los niños todo el inicio de semana en casa por la fiebre, la tos y secreciones nasales por doquier, me levanté como cada mañana para ir a trabajar, cuando aún quedaba un rato para que saliera el sol. La noche anterior me había acostado tarde porque había llevado mi hija a urgencias (este invierno los virus no están dando tregua). El día había sido de los difíciles: mucho trabajo que sacar adelante a pesar de no encontrarme físicamente nada bien. En casa, las tareas de las que no me libra nadie, a pesar del cansancio, a pesar de un fortísimo dolor en todo el cuerpo.

Y lo dicho, te levantas para empezar con un día más y de repente te encuentras en el suelo, con un fuerte dolor en la mandíbula, sin entender porque tienes la cabeza sobre la alfombra del baño (y el resto del cuerpo, en el suelo). Te levantas como puedes, te sientas para pensar porqué te has desmayado y lo siguiente que recuerdas es que te están tratando de levantar para llevarte a la cama.

¿Que ha pasado? ¿te has desmayado? ¿dos veces seguidas? Sientes un dolor muy fuerte. Voy a tumbarme un poco y ahora me voy a trabajar.

- "No vas a coger el coche, no estás para conducir".

Lo que me faltaba, que me encuentre fatal y que encima me regañen. Si tuviera fuerzas me enfadaría. Pero no tengo ni fuerzas para eso. Me tumbo y todo da vueltas. El dolor me invade, me encoje.

- "Voy a llamar para que venga un médico a verte".

Y en poco tiempo viene un médico. Y me ve. Me ve hecha una piltrafa, tumbada en la cama y con mucho dolor. Preguntas rutinarias sobre los síntomas.

- "Parece vírico", concluye.

Prescribe algunos fármacos: para el dolor, para las nauseas, para la fiebre, para proteger el estómago,... Y se va a atender a otra piltrafa humana presa del malestar físico.

El estómago me está martirizando. Paso la mañana tumbada dormitando y avisando en el trabajo que hoy no puedo ni moverme para ir a trabajar.

A media mañana el dolor se intensifica. Me levanto brevemente y el mareo sube por mi garganta y me bloquea. Me ayudan a tumbarme en el suelo para que no me golpee de nuevo y compruebo como se nubla mi vista y todo se vuelve negro ante la asustada mirada de mis hijos.

- "¿He perdido de nuevo el conocimiento?"
- "Si".
- "¿Mucho tiempo?"
- "Durante unos segundos, 10-20 segundos más o menos. ¿te ayudo a tumbarte en la cama?"
- "Espera que deje de dar vueltas todo".

Y permanezco tirada en el suelo, empañada en sudor frío y dolor de estómago. El mareo cede un poco y me ayudan a tumbarme. Me congelo de frío. Al menos con los calmantes ya no me duelen las articulaciones de mi pequeño cuerpo.

No me encuentro mejor. Todo lo contrario.

- "¿Vuelvo a llamar al médico?"
- "Si. Esto no mejora. Me encuentro fatal (de los fatales, pero de los fatales de verdad, nada de cuento)".

Y hablo en la distancia con un médico de voz tranquilizadora, al que le explico mis síntomas y que me recomienda acudir a un centro hospitalario.

- "¿Te enviamos una ambulancia o tienes forma de ir por tus medios?"
- "No puedo conducir, pero tenemos dos niños pequeños en casa y tenemos que ver con quién los dejamos para que me lleven a urgencias. Tenemos que ver como organizarlo."
- "Te vuelvo a llamar en unos minutos por si finalmente necesitas una ambulancia o que te vea un médico en casa", me dice el de la voz tranquilizadora.

Organizamos la logística familiar para que vengan a quedarse con los niños. Mientras, hago acopio de energía y me visto. Siento que el hielo me rodea y no paro de tiritar.

Llegan los refuerzos a cuidar a mis vástagos. Los doy un beso. Los acaricio el pelo con todo mi amor puesto en mis manos. Y nos vamos al hospital más cercano.



En urgencias me atienden con rapidez. Tengo la tensión arterial por los suelos. Me desplazan en una silla de ruedas porque el dolor no me deja andar y porque me mareo.

Una guapa y rubia doctora me atiende y me pide algunas pruebas. Me hacen análisis, me ponen una vía, me dan más calmantes. Hay más pacientes en la sala. De hecho, la sala está llena de pacientes.

Un celador me lleva por los anchos pasillos para hacerme una eco abdominal. Todo el mundo es muy eficiente y muy amable conmigo. No tengo ganas ni de hablar, pero procuro no ser borde, al fin y al cabo, todos están cumpliendo con su trabajo. Aunque no tengo ganas de sonreír, sonrío.

- "Está todo muy inflamado, pero no parece apendicitis", me dice el ecógrafo.

Y lo mismo me confirma la doctora al ver los resultados de las pruebas.

-"Te quedas ingresada. Mañana te harán más pruebas. Y ya veremos".

Y estoy tan cansada que todo me parece bien. Me parece bien estar en una cama en un pasillo de urgencias con un foco sobre mi cabeza, pero no me impide dormir y dormir y dormir. He enviado mensajes contando lo sucedido a todos los que se han interesado por mi. Y allí tumbada, con un pijama azul hospital, enorme, muerta de frío por la fiebre, dejo que me tapen con una manta, que me pongan medicación y que cuiden de un cuerpo que ahora siento débil y vulnerable.

Muy vulnerable.

De repente el ritmo de la vida, de mi vida, se ha transformado. No se ha parado, porque la vida sigue, pero si ha cambiado de forma radical. Para el resto de la gente el ritmo será una sucesión de rutinas: cenar, ducharse, acostarse en la misma cama, con la misma compañía en el colchón, levantarse para ir a trabajar.

Pero mis rutinas han parado en seco y ahora soy un cuerpo enfermo. Una voluntad doblegada y aparentemente rendida. Los niños son atendidos por su progenitor y eso me deja algo más tranquila porque los cuida como sólo sabe hacerlo un padre entregado a sus hijos.

La noche pasa. Mal. Pero pasa. Y por la mañana llegan nuevas pruebas. Y el mazazo demoledor:

- "Ahora va a venir a hablar contigo el cirujano".

Jo, que mal suena eso, pienso medio adormilada. Y viene el cirujano y me dice (resumiendo):

- "Tienes perforado el estómago y toda la cavidad abdominal muy inflamada. El tratamiento es operar".
- " ¿Y la alternativa si no me opero?"
- "Esperar a que estés peor y si da tiempo, operar".

Eso es que un hombre te lo ponga difícil y lo demás, tonterías. Le pido unos minutos para llamar a los allegados y avisar en el trabajo que hoy tengo un plan más interesante que ir a trabajar... Me da unos minutos y vuelve con las autorizaciones para la intervención y una sonrisa que me suena a "voy a meter mano en tus intestinos y voy a disfrutar con ello".

Todo es muy rápido, no me da tiempo a avisar a todos a los que les importo algo (y eso que la lista es muy limitada). Una llamada rápida, un sms y ya me llevan a quirófano. Firmo alguna autorización más para la anestesista y ya está todo listo.

Después de haber pasado ya por múltiples y variadas cirugías a lo largo de mi vida, me enfrento a una intervención, pero esta muy inesperada. Ya estoy tumbada en la mesa de operaciones, hay un foco enorme sobre mi cabeza. Hay mucha gente moviéndose a mi alrededor, preparándolo todo.

- "Piensa en algo bonito, te vamos a anestesiar ya".

Y pienso en mis hijos, riendo felices en la playa, al atardecer. Y siento el calor y la luz del sol en mis mejillas, el recuerdo de esa tarde. Pienso en la sonrisa del que me arrebató para siempre el corazón, hace años. Y no recuerdo nada más. Me fundo en negro como en las buenas películas. Y vuelvo a perder el control de mi cerebro.

Lo siguiente, me despierta el dolor y la presión de un manguito tomando de forma automática la tensión. Noto que no puedo tragar, debo estar entubada. Tengo una mascarilla de oxígeno, que marca el ritmo de mi respiración, pero no puedo hablar. Muevo una mano para que sepan que estoy consciente, o casi. Se acerca una enfermera y me pregunta si siento dolor. Asiento como puedo y me pone más analgesia.

Pasa un tiempo que no puedo cuantificar, más inconsciente que consciente. Muevo los ojos y veo a través de la ventana que hay a mi espalda un cielo infinitamente azul y unas nubes inmensamente blancas. Oigo el oxígeno que sale por la mascarilla, noto el dolor. Me duermo. Me despierto.

- "Te vamos a subir a una habitación. Vamos a avisar a un familiar que está esperando para que lo sepa".

Y me sorprende que haya alguien esperando fuera. Entran con el susto pintado en la cara. Me hacen una resumen de la nueva situación familiar. Han pasado mil cosas en una tarde, pero todo parece estar controlado. Estoy tan agotada que no puedo pensar.

Me suben a planta. Y ya en mi habitación, me enfrento a mi primera noche sola. Y durante unos días de silencio, soledad hospitalaria y recuperación física, rediseño el planteamiento de mi nueva actitud ante la vida.

Porque la vida pasa. Un día se te perfora el estómago o te cae una maceta en la cabeza, o se te para el corazón y ya no tienes oportunidades, ni puedes hacer aquello que quisiste y no hiciste. O no lo hiciste a tiempo. Y ya no hay tiempo.

Y ahora, desde la obligación de tener que hacer todo despacito, mientras agradezco cada mensaje de ánimo recibido, pienso que quiero VIVIR, pero no me vale hacerlo como si estuviera en el limbo. Quiero el cielo y la tierra y quiero en ellos la sonrisa de mis hijos, bajo la mirada de los que tienen mi  corazón en sus manos.