domingo, 26 de julio de 2015

Slow life in a slow town.

Domingo de verano. De verano cálido, como nunca antes lo había vivido.

Noche de calor abrasador. Una de las ya muchas noches de altas temperaturas, al límite de lo soportable para dormir un poco.

Una capa de sudor se ha convertido de forma habitual, en mi segunda piel. Demasiados días consecutivos.

Me he vuelto a despertar, una vez más, cuando aún brillan con fuerza las estrellas en la noche, casi silenciosa, de este pueblo en medio del campo.

Una inoportuna tos, tos de catarro veraniego, me ha castigado con una pertinaz disfonía y el consabido molesto picor, que no se calma con múltiples tragos de agua.

El jarabe de Rioja (crianza) y las cervezas mexicanas, tampoco han contribuido a mitigar a la pelusa que parece habitar en mi garganta.

Toso sin parar durante casi media hora y al final me vuelvo a dormir un poco, bajo el brillo de las que conforman Casiopea.

Me despierto de nuevo cuando clarea un nuevo día.

Desayuno al fresco de la mañana, contemplando el escenario de la cena en compañía de amigos, de la noche anterior.


Remuevo la cucharilla del café con lentitud, sin prisas, disfrutando de la dulzura de los pecaminosos bollos.

Los mirlos sobrevuelan escandalosos; los trasnochadores gatos pasan por encima de la valla, con sus cadenciosos movimientos de caderas felinas.

Me cambio y salgo con las llaves del coche en mi mano. Por una de las calles, adelanto a dos jinetes a lomos de sendos caballos tordos.

Las campanas del convento cercano marcan la hora del rezo.

Ya en el gimnasio, mientras repito el ritual de mis ejercicios permitidos, veo corretear al otro lado de la cristalera a dos liebres (se que no son conejos, porque estos tienen las orejas más largas y puntiagudas).

De vuelta a casa, en los portalones abiertos se ven aparcados los tractores. Un paisano sentado a la puerta de su casa, vende tomates y sandías de su huerto, de esas que saben a verdad rotunda.

Disfruto y aprovecho estas últimas horas de alternativa paz, porque mañana volveré a la vorágine del tráfico. Las prisas. Y el tedioso trabajo.

martes, 7 de julio de 2015

Frío que hiela.

Han pasado los años. Y ahora sólo me acompaña de ti, el recuerdo de un amor que me dejó envenenada el alma y el sabor amargo de tus besos sobre mis heridas.
 



Marcaste mi presente con el fuego de la decepción. De nada me servían tus regalos, que me enfurecían silenciosamente, en lugar de alegrarme. Esos que apilaba en un cajón para recordarte el día que te marcharas o te sacara de mi vida.

Tus protocolarias despedidas eran más una liberación que un pesar. Y tu no te dabas cuenta de ello.

Debieron alarmarte mis prolongados mutismos, la falta creciente de confianza, en lugar de todo lo contrario, las ganas de estar constantemente a solas, pescando en silencio. El rechazo continuo al contacto. La falta creciente de planes en común...

Debieron de alertarte mis guiones alternativos, las excusas de no vernos porque tenía que estudiar para los finales.

Prefería estar entre mis libros y mis historias, o simplemente paseando sola antes que quedar contigo.

Debería haberte preocupado que siempre encontrara algo mejor que hacer que estar junto a ti.

Deberías haber pensado un poco más en mí, preocuparte por cómo estaba y no darlo todo por supuesto.

Deberíamos haber cuidado ese amor, donde todo te lo dí. Donde abrí todas las puerta, aunque no siempre fui bien recibida al otro lado. Donde traspasé todos los umbrales sin miedo al qué dirán a mis años y mis circunstancias.

Por ti hice todas las locuras que el amor me impulsaba a hacer. Franquee todas las fronteras auto impuestas. Y nada me importó con tal de satisfacer todos tus anhelos, por muy duro y costoso que me resultara el peaje.
 

 
 
Y ahora han pasado los años del inicio y fin de ese amor inmaduro, nacido al abrigo del desconsuelo de un par de solitarios despechados... Que sólo querían ser amados tras haber sido rechazados por otros.
 
Mal inicio para dos que saben que no hay pegamento que valga, para corazones rotos.