martes, 6 de agosto de 2013

Hasta donde el miedo nos ata.

Cuando era pequeña , tenia un pájaro al que enseñé a volar.

Vivía en una jaula con barrotes dorados y con un tejado de color naranja en forma de pagoda china.  Mi pájaro era un pájaro común. No era ni siquiera de una clase especial. Era como todos, con un pico, dos alas, dos patitas y plumas.

Pero mi pájaro sabia cantar.

Me lo habían regalado para que me hiciera compañía en mi obligatorio reposo domicilario. Cuando llego a mi lado, a mi casa, era joven. Pero sabia lo que tenía que hacer y me alegraba las mañanas con sus trinos y la potencia de su canto.

A veces, resultaba ensordecedor.  A veces pensaba que iba a explotar con tanta demostración de felicidad.

Otros pájaros se acercaban a comer lo que rebosaba de su comedero. Y yo, su dueña,  siempre procuraba que no le faltara agua fresca para aclararse la garganta y que su pico y sus uñas estuvieran perfectamente limadas.

Miraba con curiosidad cómo sus delgados tobillos eran capaces de mantener su emplumado cuerpo. Me gustaba que se alegrara de verme llegar y me animaba escuchar sus trino según subía por las escaleras hasta la casa de mis padres, esas escaleras que tanto me costaba subir. Esas escaleras que tanto miedo me daban tener que  bajar.

Un día me dio pena que viviera siempre enjaulado, que sus alas solo le sirvieran de adorno y decidí que era el momento de dejarle probar la sensación del vuelo. Sabía que había nacido en cautividad, que había pasado de una jaula a otra, que nunca había conocido otra cosa.

Pero había llegado el momento, aún a riesgo de que lo perdiera para siempre. Aunque había tomado ciertas precauciones: la primera vez que le iba a soltar, sería en una habitación.

Me acerqué a su bonita jaula y abrí la puerta. Se asustó y se fue a un rincón. Así permaneció durante horas, con la puerta de la jaula abierta, sin moverse, ni acercarse. Pero algo debió de acelerar su curiosidad, porque se acercó poco a poco a la salida, hasta que se atrevió. Voló unos centímetros y se posó asustado mirando desde fuera lo que durante meses había sido su encierro.

Repetimos la experiencia varias veces, durante meses y me gustaba verle volar y volver a mi. Pero un día me fui de casa de mis padres y nunca más nadie le dejó volver a salir... Mi madre me dijo que poco a poco había dejado de cantar, que ya no estaba tan alegre. "Se hace viejo, está perdiendo las ganas de seguir", me decía ella.

Un día mi madre me dijo que se había muerto. Que había ido a ponerle alpiste, como si ese fuera el único alimento que necesita un pájaro y que estaba tumbado de lado en el suelo de su bonita jaula de barrotes dorados y tejado de color naranja en forma de pagoda.

Pensé: "si, se ha muerto, pero al menos ha experimentado lo que era el vuelo libre, ha alegrado con su canto la soledad de mis muchas mañanas y su vida ha sido un poco diferente a otros iguales que él".



"Hola. Me llamo M. Vivo en una pecera".




2 comentarios:

  1. no puede ser que para los seres vivos, nos incluyo, la felicidad sólo nos la de el alpiste, sin poder volar qué sentido tiene vivir?

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  2. No puedo evitar referirme a "Juan Salvador Gaviota", hay quien se conforma con comer y hay que deja de comer para aprender a volar. Pero a volar de verdad.
    Besos.

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