lunes, 11 de agosto de 2014

Tirarse al monte.

Porque si. 
Porque no hay nada mejor que hacer un domingo de agosto.

No hay ningún plan mejor al levantarse. Un poco de improvisación un día antes. Algo de abastecimiento campestre. Nada elaborado. Tampoco hay necesidad de disponer de un menú sofisticado, al menos un día.

Carretera adelante. Puerto hacia arriba. Sólo hay que llegar a la sierra, al valle de la fuente de frío nombre. Aparcar donde se pueda, auqnue no se deba. Desentumecer las articulaciones. Mochila al hombro. Ropa cómoda y fresca. Calzado para proteger los pies de la caminata por el sendero.

¡¡Que no falte el agua!! Tragito de líquido elemento.

Hay mucha gente haciendo lo mismo. Sorprende que el campo esté tan poco despoblado por esta zona y en esta época.

No localizo la calzada romana, pero el nuevo paisaje me parece igual de hermoso. Da un poco igual el escenario, mientras sea de naturaleza, para esta tragicomedia.


Redescubrir la paz del campo. Ni siquiera el recuerdo de la tormentosa semana laboral puede enturbiar la serenidad que siento.

El sol que se filtra entre los árboles es un bálsamo para mi tormento. El dolor se ha disipado.

Ni los juegos ruidosos de los niños hacen desestabilizar la armonía del momento.


La magia del silencio del bosque me ha envuelto. Y yo me dejo acariciar por el sol y por la reconfortante brisa de la tarde.


Sé que caminas a mi lado. Y detrás de mi para mirarme. Te veo también en el siguiente recodo del camino. Te vuelves para sonreirme y yo me esfuerzo por alcanzarte de nuevo.

No me pesa el cansancio. Ni las horas de esfuerzo. Ni el peso de mi mochila me impide continuar hacia delante. Aquí no valen pasos en falso. Tampoco en la vida.



Hay golpes en esta existecencia mía, que duelen más que el que yo me llevo contra una piedra, bajo la atenta mirada de los helechos. El olor de las piñas se convierte en mi perfume. Y eso es lo que hoy tengo. Como resina pegada a mi corazón, está siempre tu amor. El amor y el recuerdo.

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