martes, 16 de julio de 2013

Como loca, pero sin el "como".

Debí de pensármelo dos veces, pero a veces, demasiadas veces, me dejo llevar por los impulsos. Y la inmensa mayoría de ellas, me arrepiento hasta lo más profundo de mis entrañas.

Viernes a mediodía. Dos menores atados en sus correspondientes sillitas y amenazados advertidos para que se porten todo lo bien que sean capaces, una adolescenta (léase: hormona con patas, emparentada por lazos de sangre) y una humilde servidoras, metidas en mi nada esplendoroso utilitario, con el maletero lleno a rebosar de "por si acasos" (que luego resultaron de gran utilidad y todo ello utilizado) y con el plano del itinerario impreso directamente de San Google Bendito.

Parece el argumento de una película sesentera de Berlanga, pero no, era el escenario del drama...

Salimos dirección a un fin de semana rural (lo que antes se denominaba sencillamente pasar el fin de semana en el campo), desoyendo los sabios consejos de mi progenitor: "vais a salir con todo el calor y encima os vais a perder".

- "Que no hombre, que no, que yo se por donde hay que ir" (cierto hasta la mitad del camino, luego ya era más chulería que verdadero conocimiento). "Además, habrá carteles".

Y mi progenitora, en su línea: "quedaros a comer, mira que cara de hambre tienen los niños".
- "Mamá, si son las 12.30 de la mañana y han desayunado hace nada".
- "Pues os preparo algo pronto y salís después de comer".
- "Eso, con todo el calor y a la hora a la que va a salir todo el mundo. Que no, que comemos en el destino y con calma" (a cabezona no me gana nadie).

Besos repartidos. Puertas cerradas. Cinturones abrochados. Arrancamos.

En la segunda rotonda ya había contestado a 20 preguntas: ¿donde vamos? ¿porqué? ¿está lejos? ¿y papá? ¿cuando viene? ¿cuando llegamos? ¿y que vamos a hacer? ¿como se llama el sitio? ¿hay indios? (evidentemente, esta pregunta la hizo mi hijo, léase post anterior).

Aaaaghhh. Me van a volver una desquiciada y esto no acaba de empezar. Impongo el silencio a base de música cañera a todo trapo (para ahogar los gritos de los niños, que ya se están peleando).

La adolescenta me mira incrédula después de que le confirmo con absoluta seguridad que si se cómo se va, pero que no pierda el plano del itinerario ("quita joder jolines el plano del salpicadero, que va a salir volando por la ventanilla y nos hará falta"). ¡Qué poca fe en mi sentido de la orientación!.

Hace calorcito. La potencia de mi motor no sirve para subir bien el puerto y nos adelantan con cara de risa varios deportivos, de esos con más cilindrada que cerebro sus ocupantes. Menos mal que mi autoestima está que se sale...

Hasta la mitad del recorrido todo bien. Hasta la adolescenta tiene tiempo de atender una llamada para un proceso de selección (me sorprende lo bien que se expresa y la seguridad en sus palabras).

Pasada la parte que conozco..., ¡hay madre!, ¿cuál dices que es el siguiente pueblo?

Más o menos me oriento, damos un poco más de vuelta de lo que esperaba y sin ningún cartel indicador que me sirva de algo, decido preguntar. Paro el motor. Bajo del coche.

¡Es un taller!. 

- "Disculpe. Para ir a P...?"

Seis caras masculinas me miran incrédulos. Seis pseudo-cerebros piensan a la vez: "anda, una mini maruja perdida". A uno de ellos le debo dar pena, porque me acompaña a la puerta y me indica el camino: "todo recto por la carretera en la que estamos". ("tonta", debió de apostillar su pensamiento).

Me siento ridícula, pero doy las gracias con sonrisa angelical. Y vuelvo a mi coche.

- "Vamos bien, nena ¿ves como no estábamos perdidas?" (no, que va, pienso para mi solita. Ni p.i., pero que no se note).

Hora y media después de haber salido de casa de mis padres veo el cartel que anuncia entre un pinar estupendo, el pueblo al que vamos. Como ya es la hora de comer toca buscar un sitio donde tirar aparcar correctamente el coche (y a ser posible con pocas maniobras). 

Encuentro un sitio que parece tranquilo y semi vacío, ideal para que mis retoños no molesten al resto de la gente: una terracita muy chula bajo un par de frondosas moreras.

Primero comen ellos mientras que nosotras tomamos unos refrescos (unas "Mirindas" como diría un buen amigo) y luego nos toca el turno de intentar comer. El camarero nos mira con cara de comprensión. "Tengo dos hijos de esta edad y estas ojeras no son de salir por las noches", nos dice. Y su voz suena a: "pobrecitas, vaya par de bichos inquietos".

Después de pagar nos vamos a un parque cercano, con un riachuelo de agua de sierra al lado, hay sombrita, no hay nadie y es pronto para llegar a la casa rural. Se rebozan en la arena de los columpios. Bailamos en el escenario que hay montado en la placita. ¿quien dijo que hay que tener sentido del ridículo? (si alguien está mirando detrás de una ventana se lo tiene que estar pasando en grande con nuestras coreografías y cantando la canción de la Dra. Juguetes...).

Les damos la merienda y luego emprendemos la última parte del trayecto. A unos 3 km del pueblo está nuestro destino. Somos los primeros en llegar. Aparco en un prado.


Se acercan un par de caballos tordos a saludarnos. Les acaricio el lomo y se alejan tranquilos. En la casa reina el silencio. Perdón, quiero decir, que hasta ese momento reinaba el silencio. Mi hijo ha entrado hacha en mano (de plástico, ojo, que una es madre responsable). Y mi "casimetrodeniña" pimponea feliz por la casa.

Nos reciben y nos dan acomodo. La habitación es en realidad un pequeño apartamento, al extremo final del pasillo. Las vistas del jardín son muy bonitas. Nos duchamos y cambiamos para recibir al resto del grupo. Llegan más niños. Llegan el resto de familias. A una de ellas la conocemos y nos alegramos mutuamente de la coincidencia.

El plan es jugar y luego cenar. Y luego jugar. Y jugar. Y jugar en el jardín hasta que se hace completamente de noche y toca irse a descansar. Están rendidos, pero todavía tienen ganas de juerga.

Se duermen a mi lado. Uno a cada lado, bien pegaditos a mamá (y no hace frío precisamente). Salgo a intentar hablar por teléfono. La cobertura es muy mala. Como no suelo dormir más de 5 horas, no tengo aún sueño. Pero al final me dejo abrazar por el dulce Morfeo... (fin del primer día).

Me despierto oyendo a un burro. Al rato, lo que suena es la alarma del despertador de mi móvil. Aquí sirve para poco más. El plan del segundo día es montar en piragua (ni p.i. de como se hace, pero siempre hay una primera vez para todo en esta vida). Salimos todo el grupo en autobús después del desayuno. Otra vez 30 preguntas: ¿y donde vamos? ¿está lejos? ¿que vamos a hacer? ¿porqué? ¿hay indios?

Aaggghhh. Aggghh y más Agggh.

- ¡¡Que rica, cómo habla!!, me comentan otros padres del asiento cercano. "¡¡Y unos cojones!!, si no se calla", pienso yo. "Si, es muy habladora, como su mamá", digo sonriente.

Llegamos al embalse de destino. Desembarco del personal. Nos esperan los monitores de apoyo y me entero que en nuestro grupo hay un paraolímpico en remo...

¡Glupps!, si yo no he cogido un remo en mi vida. Mi niño y la adolescenta siguen encantados al monitor hacia la primera de las piraguas. Mi niña empieza a hacer pucheros ante la idea de ponerse el salvavidas. 

- "Sin chaleco salvavidas no hay piragua, cariño", le digo. Pero su cara de miedo y sus lágrimas me atraviesan por dentro. Hacen que me sienta herida por su fragilidad y pienso en lo mucho que yo necesito a veces sentir un abrazo cuando me siento desamparada y no lo tengo... así que la abrazo y digo tajante:

- "Nos quedamos en la orilla jugando".

Su expresión no se quita del todo hasta que no se asegura que todos están alegremente flotando sobre las aguas frías de la cabecera de la presa. 



Ya sólo quedamos el monitor que me mira con cara de pena, porque sabía que me hacía mucha ilusión remar, mi niña y yo.

- "Me quedo cuidando de ella y tu puedes irte en esa canoa", me dice. 

- "No te preocupes, no voy a dejarla sola ahora que está asustada y me necesita. Otra vez será".

Se pone su chaleco. ("Menudas espaldas. Este está machacao en el gimnasio", pienso mientras que veo como se aleja remando. Además de guapetón, es majete y muy cariñoso con los niños del grupo).

Nos quedamos jugando en la orilla. A la sombrita. Ella y yo.

Pasado un buen rato, empiezan a volver. Empapados, agotados de tanto remar. Mi hijo se ha lanzado varias veces al agua y se ha divertido de lo lindo. 

La adolescenta vuelve con el trasero empapado y harta de darle al remo. Dice que no siente los brazos .¡¡Qué exagerada!!.

Volvemos para comer. Mi niña se abraza a mi y se acurruca a mi lado. Quiere mimos. ¡¡Se parece tanto a mamá!!. Después de comer, se impone la siesta. Cuando ya duermen plácidamente, me voy a acariciar a los caballos. La tranquilidad absoluta me rodea. Huele a menta de una planta cercana. La yegua me mira con cara de leer mis pensamientos y acerca su cabeza a la mía. Se deja acariciar y yo disfruto intensamente de ese momento, con toda la suavidad del mundo, sintiendo el tacto en mis dedos de sus crines...

No se cuanto tiempo pasa. No me importa.

Vuelvo para despertarles y merendar. Toca piscina y juegos. Los monitores se reparten para ayudar a todos los niños en el agua. "Mira que están mazaos, debe ser de remar", pienso. La adolescenta verbaliza mis pensamientos.

Pasa tranquila la tarde. Nos preparamos para la barbacoa en el jardín. Mi hijo persigue un gato y cuando le atrapa, viene a mi corriendo con el en brazos y exclamando: "mamá, mamá, ya tenemos mascota, ¿lo metemos en la maleta?"

Agggh. ¿porqué tengo un hijo con esas ideas de secuestrador de animales? Mi niña no deja de ir de un lado a otro detrás de su hermano.

Después de la cena, charlamos, jugamos a encestar canastas y bailamos (bueno, sólo mis niños y yo y... algún que otro fiestero).

Toca retirada y descanso. El día ha sido muy intenso. Les vence el sueño y salgo a contemplar las estrellas. Hay muchas. Infinitas...

Última mañana. Desayunamos y a pintar camisetas al jardín. Tiro con arco (para la felicidad de mi hijo que no para de jugar). Un rato de piscina. Nos secamos al sol, tumbados en la hierba. Me gusta sentir el sol.

Pasa la mañana. Llega la hora de comer y recoger. Mis inquietos retoños no han parado ni un segundo. Se han divertido. Se han relacionado con todos sin complejos. Se han cansado (y eso que parecía imposible), pero toca volver a casa, a "la casa de diario" como dice mi niño.

Se acaba, pero como todo lo que acaba es porque ha tenido un principio y ha durado un tiempo...


4 comentarios:

  1. Jó...si te digo que a mí me han dado ganas de bailar con vosotros también! (si alguna vez tuve sentido del ridículo se me debió caer del bolso hace años)

    Un fin de semana de aventura agotadora, pero aventura!, he disfrutado un montón leyéndote.. :)

    Besitos, preciosa!

    (Por cierto, hay una cosa que no me ha quedado clara...este.....¿había indios o no? jejejeje ;))

    ResponderEliminar
  2. Madre mía!! pero, ¿¿cómo han podido crecer tannnn rápido y hacer ya tantas cosas??. ¿Y te fuiste sola con los dos y una adolescenta? Lo dicho, eres mi ÍDOLA!!!! Te imagino contemplando las estrellas inmensamente feliz.
    Un beso.

    ResponderEliminar
  3. No te imaginas como está la que tu conoces... parece otra niña. Y el otro está de un mayorrrrrrr.
    Un besito.

    ResponderEliminar