martes, 24 de abril de 2012

Miedo.

De pequeña compartía habitación con mi hermana, que no soportaba a la hora de dormir ni el más mínimo atisbo de luz. Por eso yo dormía en la cama cerca de la puerta, para poder escudriñar la luz que se colaba por debajo de su rendija.

Cuando ella abandonó el hogar paterno para tener su propio hogar, mi cama estuvo al lado de la ventana y tumbada en ella, con la persiana subida, me dormía pidiendo estrellas, en noches sin luna ni nubes. Así, la luz del amanecer acompañaba los primeros pensamientos del día, cuando tenía suerte de poder despertarme después que el sol. Otras veces me dormía con la tele puesta, para no sentirme sola y a oscuras.

Después cambié de cama y de casa, pero esa sensación no desapareció con la compañía y a pesar de dormir al lado de la ventana nuevamente, no era suficiente.

Por eso, un farol con una vela se enciende cada noche en la habitación, frente a la cama, en alto y con seguridad de que sólo va a dar brillo. Para que una luz tenue me acompañe hasta que me venza el sueño.




Si me despierto (últimamente siempre es lo habitual) y la vela ya no tiene fuerza para lucir, ya no vuelvo a dormirme.

Me giro sobre mi lado izquierdo y miro la luz que entra por la ventana y pienso que no sólo es miedo de niña inmadura a la oscuridad, porque es una sensación que se extiende como mancha de aceite a múltiples facetas de mi vida: miedo al daño que puedan sufrir los que más quiero, miedo a un futuro desconocido como supongo les pasa a todos, miedo a no tener controlado el máximo de cosas controlables, miedo a lo inesperado y en definitiva, miedo a lo que significa la vida.


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